Poetizar para aprender a morir (sobre Ferro de Roberto Oropeza)
Ferro (Yerba Mala Cartonera, 2017) de Roberto Oropeza, es un poemario que propone la reconstrucción de un pasado del que apenas se tiene pistas. Una colección fragmentada de recuerdos y proyecciones que permite adentrarnos en las zonas menos luminosas de la familia y en el vacío irreparable que deja la pérdida de uno de sus miembros: el padre, en este caso. La razón de un viaje que se emprende teniendo como punto de partida la estación ferroviaria de Viacha (Bolivia, 3873 msnm) y en el que la muerte, tal como en todo viaje, se nos mostrará siempre próxima.
Oropeza, en un primer momento, decide recorrer los territorios antaño transitados por Raúl —a quien dedica el libro—, buscando dar con los detalles de una vida que, prontamente truncada, se vuelven igual de escasos como esquivos, y al hacerlo, no puede sino que aproximarse a una profunda conciencia de lo fatal. Situación reconocible desde el primero hasta el último de sus versos:
Regresar a la vieja estación
para darse cuenta
de que lo único que queda de nosotros
son cristales rotos y vagones abandonados a su suerte
que acabaron anclados en la hierba y en el barro.
La tierra que agreste con el tiempo todo lo cubre, deviene entonces en confirmación de la pérdida. Trunca la posibilidad de reconocer entre las ruinas la figura del padre. Y el autor da por concluido su propósito nada más iniciado. Lo abandona, entendiendo que su ilusión solo es posible de concebir en el plano de la expectativa, y que la realidad como tal, no hará más que comprobar la voluntad de su capricho. Y ante esto anota:
Un rumor de trenes
mantiene la esperanza de que suceda algo.
[...] devolviéndonos a casa sin haber hallado nada.
El viaje, tras este infortunado hallazgo, se emprende de regreso al hogar con el paisaje en reversa, igual como lo hace quien sobre los rieles prefiere dar la espalda a la cabina del conductor. Por lo que a partir de entonces, Oropeza pareciera asumir que no puede más que entregarse al duelo, al extrañamiento y a la distancia del padre impedido de otorgar respuestas por cuenta propia. Y reformula su recorrido hacia un territorio en el que toda certeza resulta cuestionable. En el que la familia se ve transformada en un refugio tan frágil como la memoria. Y en el que el mundo entero se reduce a un lugar incómodo y hermético, donde incluso la palabra termina por resultar hostil.
De este modo, por una parte, se configura en Ferro una escritura que increpa tanto a la experiencia como al autor. Que en su contrariedad rechaza todo posible alivio y centra su atención en lo desfavorable, en lo inconcluso y en lo errático, permitiéndose desde ahí un lento acomodar de las cosas en su nuevo sitio. Un lugar en el que se sabe nunca terminarán de encajar. Por lo tanto, lo reconocible es rabia en lugar de nostalgia. Y en medio de esa rabia, lucidez y, finalmente, una aciaga resignación:
Se sabe que se va a perder
se ha apostado por un camino mal iluminado
lo único que buscábamos era borrarnos de la memoria de los demás.
Por otra parte, lo impreciso del recuerdo y lo inescrutable de aquello que solo es posible ficcionar dan cuerpo a una voz que, a lo largo del poemario persigue plantearse ambigua mediante la utilización de un nosotros. El autor por momentos nos incluye, señala y advierte más que como simples lectores como individuos vinculados por una misma condición: la finitud de nuestra naturaleza. Y es ahí donde la muerte que transita estos textos y los carga de una sentida aflicción, resulta ser al mismo tiempo la que posibilita superar el anecdotario personal permitiéndoles conseguir una resonancia de gran alcance. Porque Oropeza no agota su propuesta en el mero testimonio. Amplía su pesquisa a una lectura de la fragilidad latente en cada una de nuestras acciones y en la negativa que en lo cotidiano existe para pensar la muerte. Por lo que no la esquiva sino que ahonda en ella. No quita cuerpo ni mirada con tal de obtener las claves que lo llevan a emprender su búsqueda. Y en este ejercicio, a pesar de la reconocible contención de sus imágenes, no se intimida ante lo explícito ni ante la decisión de mencionar los hechos por su nombre. Como sucede en el texto titulado «Cambio de agujas» que a continuación transcribo íntegro:
Estos son los últimos minutos que estaremos juntos
recostados en el asiento trasero del taxi,
cerrando los ojos
mientras la sirena de la ambulancia
pasa rápidamente en dirección contraria.
No resulta sencillo hundir la mano en aquello que nos afecta. Y mucho menos ensayar, insistentemente, las maneras de su formulación. Así, los versos antes mencionados, en especial los dos últimos, resultan bastante esclarecedores sobre lo que plantea el autor al poetizar la muerte. Ya que en ellos no existe sublimación alguna. Ni exceso ni melodrama. Apenas un día cualquiera en el que un hijo y su padre se ven por última vez en medio del tráfico. Y el reconocimiento irónico de una suerte adversa. O la cuota antojadiza que se guarda para sí todo final.
En este punto, el viaje que inicia en Viacha, aún no ha comenzado. Bastará todavía una larga asimilación de lo incomprensible. El descubrimiento de aquello que se desconoce y se pretende reconstruir. El hurgar los pequeños vestigios de una casa, de una infancia, de lo que permaneciendo entre sombras logra ofrecer mínimos destellos. O —al decir del propio Oropeza y cerrando esta presentación—, aún bastará:
[...] alejarse y
empezar a desconocer el estado del tiempo
[...] cerrar los ojos y negarlo todo.
Juan Malebrán
(Iquique, 1979)
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