Cinco años sin Viscarra o Vìctor Hugo vive, ¡carajo! (un 24 de mayo murió el mejor y único escritor gonzo de Bolivia)


Ricardo Bajo H. (columna Bajo Bandera 26, suplemento La Esquina, periódico Cambio, 29-5-11).- 

Hace cinco años, en un mayo como éste (un 24), con noches frías como las de ahora, nos dejó uno de los mejores escritores paceños de los últimos años. Idolatrado por algunos, odiado y ninguneado por otros muchos, envidiado por su autenticidad por los que le criticaban a escondidas y a sus espaldas. Se llamaba Víctor Hugo Viscarra y sus apodos cambiaban dependiendo del lugar: los antros más turbios de La Paz, la vida diurna de Cochabamba, los círculos literarios o sus amigos de toda la vida. Viscarra intuía su muerte desde mucho antes de su partida. Hablaba de ella con una naturalidad que asustaba. La trataba siempre, como si fuera una vieja amiga, como si fuera una de esas “amigas” que el Víctor Hugo frecuentaba para saciar su hambre de carne, su necesidad de cariño, aunque fuera comprado. Siempre decía que dudaba que el “Supremo”, como él lo llamaba, estuviese preparado para recibirlo. Porque le debía muchas explicaciones, por las penurias, por las golpizas, por los matratos, por esa indiferencia y menosprecio social, por tantas y tantas cosas.

Víctor Hugo Viscarra comenzó a escribir cuando un psicólogo que le trataba le animó a plasmar en relatos sus miedos, sus fobias, sus anhelos, su mala vida. A  modo de exorcismo. De ahí nació un cuento que se llama “Busco un amigo”, incluido dentro de su primer libro, “Los relatos del Víctor Hugo”, reeditado por la editorial Tercera Piel. En ese libro minusvalorado al lado de otras obras como "Alcoholatum y otros drinks" pero  imprescindible para entender la obra de VHV se encontraba el relato que más le gustaba al escritor, “Navidad, me suena, me suena”, el cual hacía saltar sus lágrimas cada vez que lo leía.

Y es que "Viscarrita" (o "Viscacha", como le decían sus cumpas de tragos infames) odiaba la Navidad, entre otras cosas, porque coincidía, prácticamente, con su cumpleaños. Odiaba festejar algo en esas fechas donde la hipocresía, el consumismo y las limosnas se adueñan de todo y de todos, con la falsa intención de aplacar nuestros sentimientos de culpa. Precisamente la obra de VHV pone el dedo en esa llaga. Su retrato cruel, descarnado, fiel y sin trampas del mundo marginado, de los olvidados, de los clandestinos, de los invisibles, de los habitantes de la noche interpelaba y cuestionaba. Siempre. Por eso molestaba. Siempre.

Jamás escribía  desde la queja, nunca desde la lástima, menos desde el lamento piadoso. La  dignidad propia y de sus personajes era su trinchera innegociable desde donde emanaba el  humanismo que regalaba a sus compañeros de penurias, transformados para siempre en los habitantes de sus relatos. Brutales como la vida misma donde escuchábamos los gritos del silencio, de la sobrevivencia. Porque así era "Viscarrita", como sus personajes. Tierno hasta la conmoción, pícaro como su mirada, ingenuo como un perro negro callejero en busca de comida en la basura. Y consecuente hasta la médula, en estos tiempos donde la impostura se adueña de todo, incluida nuestra literatura.

Víctor Hugo escribía de lo que sabía, de nada más. Y lo hacía con un lenguaje propio, un estilo depurado desde ese primer cuento escrito por sugerencia de su psicólogo. Estilo que crecía con cada libro que publicaba y que alcanzó su “sumum” en su último libro, "Avisos necrológicos" (Correveidile), toda una premonición. Estilo y vida caminando de la mano, con sus sombras y sus luces. Por el cual se ganó la enemistad del “establishment” literario y de muchos compañeros escritores que envidiaban su éxito, a pesar de todo y de todos.

La mala muerte del Víctor Hugo llegó de repente, un miércoles al mediodía. Llevaba diez días internado en el hospital Arco Iris de Villa Fátima en La Paz, barrio donde VHV se paseaba en la noche por los antros menos aconsejables, cuando no se daba un “vuelco” por su zona central, por el Bocaisapo del Cayo Salamanca, por la Pérez, por la Eguino, la Alonso de Mendoza, con sus cuates de la calle, sus “amigos” de farras, alcohol y thiner.

Esos personajes invisibles de la noche paceña, abandonados al vicio del trago, perdidos para la sociedad de bien, los mismos que acudieron al Cementerio General para despedir al Víctor Hugo y pedir de paso algunas moneditas para olvidar y olvidarse en la noche paceña del cuate que escribía sus aventuras y desventuras. En aquella última despedida también estaban amigos como Armando Urioste, Jorge Campero, Vicky Ayllón, Humberto Quino y muchos estudiantes de la carrera de Literatura de la UMSA para los cuales el "Viscarrita" era y es un ícono de consecuencia, de literatura al borde del abismo, en el filo de la navaja, caminando de verdad por el lado salvaje, como cantara Lou Reed.

La mala muerte se adelantó de tanto invocarla. VHV había dejado de chupar hace unos dos años. Le habían diagnosticado tuberculosis y los médicos del Arco Iris le prepararon un programa duro de rehabilitación. Si se quería curar y seguir viviendo, tenía que dejar el trago. Y el "Viscarrita" querido, contra el pronóstico de todos, lo logró durante un año entero con sus días y lo peor, con sus noches interminables. Y presumía de ello. A veces te contaba que lo hacía por el amor de una mujer, de una de sus “amigas”. En esa época abandonaba su Chuquiago Marka y se refugiaba en El Alto, en la parroquia de un cura amigo, en la iglesia del Rosario, donde escribía sus cuentos, comenzando también una novela que nunca pudo terminar. También sus poemas, nunca publicados, desconocidos y que la editorial Tercera Piel pensaba editar, para dar a conocer la otra faceta de VHV, su vena poética. Luego, hace pocos años, se supo, a través de su mejor editor –Manuel Vargas de Correveidile- que aquellos poemas eran solo apuntes impublicables. Y todo quedó allá en el pasado como los libros que los changos del cómic paceño pensaban editar basados en relatos del Víctor Hugo.

La noche paceña, esa que VHV no quería volver a ver, lo extraña desde hace cinco años. Aunque los amigos y los fans de su literatura no lo olvidamos. Todavía me acuerdo cuando me abordaba en plena calle para pedir unos pesos. Nunca más quedaré debiéndole plata (“préstame veinte pesos, no tengo, pues dame diez y me debes otros diez, me decía”, siempre con una sonrisa). Ya no cambio cerveza y plata por  cuentos inéditos para publicar en la prensa. Ya no entra en el “Boca” con sus libros, que siempre cargaba en una bolsa de plástico, para malvenderlos y conseguir para el vicio. 

Víctor Hugo se fue sin avisar, como le gustaba hacer las cosas. Cuando, claro,  no le daba por fardar, por vanagloriarse, por adularse a sí mismo hasta el exceso, porque en un delirio calculado y repleto de ironía, VHV se consideraba, de lejos, el mejor escritor del país y del mundo, solo igualado por su homónimo, el otro Víctor Hugo, el otro “miserable”. Era su juego, con el que hacía renegar, por el cual se hacía odiar por aquellos que incluso negaban el carácter literario de su obra. Por eso muchas veces no se presentaba ni al lanzamiento de sus propios libros. Era su estrategia para agigantar su malditismo. En las presentaciones, el autor está de más, argumentaba. Pero, a veces aparecía, al final, porque “mi ego necesita salir en la prensa”. Viscarrita se solazaba cuando los lectores lo reconocían, lo valoraban, lo hacían firmar sus libros en cualquier boliche. Habían sido demasiados años de anonimato, de una niñez y adolescencia dura y cruel, de golpes y noches en la “kana” donde aprendió a lidiar con los "pacos", a los que siempre trataba como a él le trataban, a las patadas.

Pero siempre con el humor, un antídoto que usaba siempre para reírse primero de sì mismo y luego de todos nosotros. Como aquella noche de septiembre, cuando compartía con unos cuantos periodistas culturales y entró la policía para desalojar el boliche. “Esperate un rato, llokalla con cara de imilla, estoy esperando a mi caballo”, “escupió” en la cara del paco enfurecido.

Así era el Víctor Hugo y su colección de chistes, que conseguían por un momento olvidar la tragedia de su existencia. Una tragedia elegida o no pero siempre digna. Hace seis años, Víctor Hugo Romero –desde Cocha- escribía en un suplemento paceño: “cada vez que se menciona el nombre de Víctor Hugo Viscarra, la pregunta es inevitable: ¿sigue vivo? Interrogante que define con precisión la imagen que tienen de él las personas que lo conocen, que están conscientes y comprenden la apuesta que hizo con la vida”.

Y es cierto, VHH apostó todo a la vida, a vivirla como le gustaba, sin hipocresías, sin miedo al qué dirán, a vivirla “a muerte” y a escribirnos desde el infierno, desde el olvido, desde la esperanza por un mundo menoscruel, para que nunca olvidemos que mientras dormimos, la ciudad late y ofrece su cara más brutal, más viva. El Víctor Hugo ya no vive pero sus personajes, de carne y hueso, siguen vagabundeando el día y la noche, escondiéndose del maldito sol paceño, y refugiándose en cualquier sitio en espera de la oscuridad, de unos cuates viciados, de una “amiga” con olor a perfume de quinta, de un rincón en algún boliche de mala muerte, esa que hace cinco años en un mayo frío como ése vino por el Víctor Hugo para tener de una vez esa charla siempre aplazada con “el Supremo”, al que habrá tenido que agradecer, aunque sea sólo eso, los libros que nos dejó, y a los que siempre retornaremos para no olvidar su sonrisa pícara, su ingenuidad infantil, su olor a trago, su humanidad golpeada una y otra vez, pero siempre en pie como sus personajes. Víctor Hugo vive, ¡carajo!.

Post data: la ilustración es de Ale Archondo y fue la primera y penúltima tapa del suplemento literario La Satuka, del desaparecido diario paceño Liberación, predecesor del periódico Cambio.

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