Reseñas YMC. La vitalidad mortuoria de Cynthia Matayoshi
Por: Juan Pablo Gutiérrez Sardinas
En esta primera colaboración con la editorial Yerba Mala Cartonera, la narradora y poeta argentina Cynthia Matayoshi nos presenta una historia que oscila sutilmente entre los polos de la vida y la muerte, lo grotesco y la ternura. De esta forma, Como una yegua de La Majadita (2024) crea un mundo infértil pero anhelante, donde los deseos vitales pululan incluso a través de la muerte.
La narración se desarrolla desde la perspectiva de un hermano sin una edad específica ni nombre, utilizando una voz (entre infantil y delirante) que nos permite, como lectores, revelar sus pensamientos. Una acertada decisión narrativa que posibilita vislumbrar cómo el mundo onírico del personaje parece fundirse con su realidad. Así, el lector comparte el desconcierto del protagonista, quien observa los extraños sucesos de su entorno y hasta puede sentirlos “Un poco me da envidia que a mi hermanito le dé esa leche dulce y caliente”, dice, pero no puede explicarlos racionalmente. Es una narración llena de asombro por los pequeños gestos, pero que no se horroriza ante la sangre, la podredumbre y las vísceras. Ante todo, tiene ese terrible deseo de amor, de vida, de leche.
Si el protagonista es la parte deseante, lo deseado no es menos complejo. Matayoshi nos ofrece una representación poco explorada de la muerte, desde una carnalidad palpable: la muerte como madre. Esta es la figura que encarna la “mujer caballo”, cuya descripción me ahorraré, porque estoy seguro de que el lector la degustará mucho más en el cuento. Solo diré que su figura, en tanto concepto paradójico y equilibrado, podría formar parte del famoso compendio de seres imaginarios que hicieron Borges y Guerrero en los 50.
Sin embargo, esta presencia no es lo único que puede llegar a inquietar al lector, sino también la atmósfera seca y cruel del relato. Tanto la madre del protagonista como el resto de los personajes son distantes, su único enlace parecen ser los rumores y su único parecido, la locura, haciéndolos más indescifrables para el narrador, e incomodando más al lector. Y si no fuera poco, el paisaje terroso y seco se cuela de rato en rato, recordándonos que algo no está bien. Porque cuando se nos dice que “Hasta el Valle Fértil se quedó sin agua”, no es difícil evocar una situación postapocalíptica (lo que impide esa relación es que el hecho es la realidad de nuestro tiempo).
Estos elementos grotescos y desoladores son suficientes para abrumar al lector, pero es el equilibrio entre ellos y el deseo del narrador, vital ante todo, lo que hace que este cuento sea tan disfrutable. Quizás son solo desvaríos de este reseñador, pero en una época de guerras globales y desequilibrio climático, es más accesible pensar en la corporeidad de la muerte. Y es que Matayoshi la transforma de un fantasma abstracto a un ser de carne, palpable, que se puede oler y hasta degustar. Vive.
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