Artículos YMC: Lacustre
Foto: Mikko Lagerstedt |
Por Juan Malebrán
La arena es gruesa y gris. La luz poco a poco disminuye. Una pandilla de golondrinas se pierde en el matorral.
Hace años, en las primeras acampadas juveniles, nos preguntábamos quiénes habrían sido los pioneros en el arte de ir y venir con la casa a cuestas. Elegir suelo. Armar y desarmar el refugio donde reposar los huesos. Entregarse a la intimidad que otorga en su delgadez una tela tensada a un costado del paisaje.
En aquella época nos aventurábamos al desierto. Por lo que poco o nada se podría abalanzar en mitad de la noche sobre nosotros. Aún así, resultaba imposible negarse al disfrute e imaginar los peligros ofrecidos por la inmensidad de la pampa. Una horda rabiosa de perros salvajes, mineros trepando con palas y chuzos desde el fondo del pique o saqueadores de cementerios dispuestos a abrirnos la cabeza con el golpe seco de algún fémur. Desde ahí, la navaja siempre a mano se fue transformando en la manera más confiable de conciliar el sueño. Nos gustaba; éramos felices lejos del catre, a ras de suelo, oscuros como una boca alumbrada por una linterna en pleno bostezo.
Sabíamos de Jabal. Antes de abandonar la catequesis su nombre asomó al preguntar sobre el lejano eriazo. «El padre de los nómades» —dijeron—; «el primero en vivir en tiendas y criar ovejas y cabras». «Previo a él, nadie» —aseguraban los feligreses. Y ante tal certidumbre fue imposible sentirnos satisfechos.
¿Acaso no hubo algún loco escapando de su familia y del tedio cavernario?, ¿cazadores haciendo uso del ingenio después de extraviar el camino de regreso?, ¿amantes dispuestos a tomar distancia con tal de ofrecerle al ojo el aire que este siempre reclama?
El vagabundaje de los judíos, los bereberes. Plegar y desplegar para los mongoles y sus yurtas. Sultanes. Romanos. La velocidad con que las mujeres levantaron sus tipis en Norteamérica. Expediciones. Campamentos militares como aquel que montamos nosotros mismos en la desembocadura de Caleta Vitor. O el siglo XX y la ligereza del ocio y el camping recreativo. Sin embargo, ¿quiénes aquellos que llamaban nuestra atención cuando nos cubría la camanchaca?
Tardaríamos en tener una idea sobre estos personajes. Harían falta otras carpas y otras geografías antes de enterarnos que en la actual Moldavia se daba con los vestigios de los primeros asentamientos móviles. Huesos de mamut, pieles, ramas, amarres. Es decir, un campamento parecido al nuestro, pero en medio del Pleistoceno. Moldavia, entonces, y con ella la intemperie, el apuro para acomodar las piezas antes de acabar el día. La ferocidad del viento poniendo a prueba armazón y paredes. Allá, al parecer y de momento, los pioneros en el arte de ir y venir con la casa a cuestas.
Acá, mientras tanto, el oleaje ligero del lago. La luz ya ida por completo. Y el poliéster que mañana cargaremos en nuestra espalda, nuevamente.
Comentarios
Publicar un comentario