Por Fransisco Cardemil*
Decir la muerte, jugar la muerte, fingirla, mentirla, no creerla. La muerte se convierte en un motivo de aristas múltiples, un hecho que no puede concebirse una vez ocurrido y que es capaz de conquistarlo todo más allá del cuerpo deshabitado. Se trastocan las voces y el territorio. Antes de la muerte, sólo existe el miedo. En Anjani (Yerba Mala Cartonera, 2020), cuarto libro de poemas de lx poeta bolivianx César Antezana, la muerte funciona como un medio para adentrarse en la idea del abandono, pero no uno sencillo, reducido simplemente al encontrarse solx, sino un abandono que se posiciona como una sombra que adquiere fuerza y presencia mientras se avanza en el conjunto: “lo digo yo, que nunca he sentido el agror de las frutas secas / yo, que no creo en la buena suerte, porque sé que los abandonos / crecen desesperados en la pelambre de los muertos”.
Esta relación entre muerte y abandono
cobra una singular perspectiva sobre la fragilidad de saberse desvalidx, de no
pertenecer a las normas de la conquista ni del privilegio, ya sea de clase o de
identidad. Lx poeta decide construirse en una hablante femenina, evidenciando y
marcando las diferencias que la unen con aquello conquistado y suprimido: no
duda en ponerse en un mismo plano y aferrarse a su cercanía con los pueblos
andinos. Así, se forman un territorio y un lenguaje común por medio del abandono
cultural y material de estos pueblos para resistirse a las figuras de la
conquista:
Arrastramos
la ceniza de las huellas de los conquistadores
y jugamos a
escondernos en los meandros de la puna,
a
confundirlos con un canto que nunca hayan escuchado antes
y que sin
embargo reconozcan con terror (...)
nos
abandonamos al silencio de las catedrales que ofician la
llegada de
diez siglos de carrera hacia ninguna parte
Hacia
nosotras.
Pero dentro de este territorio común, existen
jerarquías. En la caracterización del hermano muerto se vislumbra verticalidad.
La hablante se ve inferior a él, pero se refiere a su afición intelectual con desencanto,
como si él hubiera pecado de la mayor de las ingenuidades con sus ambiciones: “Las
ciudades del altiplano nos habitaron con sus entrañas / de piel gastada hacia
adentro y nos desviaron de las razonables / promesas de tus libros /
inútilmente les creímos cuando despedazaron los horizontes y / reanudaron las
grandes batallas en capítulos televisados”. Profundizando en el problema de la
intelectualidad, la hablante, que alguna vez se sintió “tonta” frente a su
hermano, se dedica a construir un espacio de disenso. La intelectualidad –que
no logró nada– se mira a través de un diálogo, ofreciendo la noción de que,
todo aquello que fue utilizado para el dominio (violencia, arte, filosofía),
puede aborrecerse.
La construcción de este espacio es uno de
los puntos más concretos en el texto. Para mostrar la sensualidad del disenso,
se utiliza un dormitorio sobrecargado, una habitación que se revisita y que va
contraponiéndose a aficiones y tradiciones burguesas, tan disímiles a la
realidad material inmediata. Territorio, cuerpo y espacios domésticos: todos
son vehículos posibles para expresar la fragilidad que deviene de la muerte y
el abandono. Y esta fragilidad no es única. Aquí es donde la hablante une
condiciones materiales e identitarias que se escapan a las normas del
conquistador, colindan los monstruos pobres, indios y disidentes para expresarse
dentro del proceso de duelo y aceptación del deceso. Lo que en un principio
resiste la figura del hermano, debe aceptarse para avanzar: “¿hasta cuándo
jugarás a escabullirte del ruido ambulatorio que / provocan los instrumentos de
los indios?”
La unidad en la muerte se encuentra en su
disenso. Ya sea bajo la noción de un género fluido entre hablante y hermano, en
su “fe por el porvenir de los monstruos”, o en su ingenuidad intelectual y su
enfrentamiento a lo indio: se destruye un espacio funerario heredado para
construir uno propio. De pronto, se deja de dudar de la realidad, atrás queda
ese “ahora que dicen que estás muerto”, y ese miedo que abre el primer poema: “Vengo de
las habitaciones en que alguna vez tuve miedo”. La muerte no es sólo el
abandono, sino también un hecho al que oponer resistencia (sobre todo política):
Ahora creo en
los muertos y en sus extrañas formas de conducir
los destinos
de la nación de los pájaros
en los
horarios de los registros civiles
y las
oficinas ministeriales que concurrimos
cabizbajos,
almidonados e inútiles
El anjani, ese mal augurio, el mal
agüero que lx autorx toma del aymará, marca el punto de ignición en el libro.
La partida de una dislocación, del miedo, que luego permite desenmarañar los abandonos
de la muerte.
*Francisco Cardemil Pérez (Santiago, 1995). Es licenciado en arquitectura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha participado en talleres con Gladys González y Carlos Cardani, entre otros. El año 2013 obtuvo el primer lugar en el concurso nacional de poesía juvenil Pablo Neruda y el primer lugar en el concurso de ensayos “Arquitectura Escrita” el año 2017. Fue becario del taller de la Fundación Pablo Neruda el año 2018 y obtuvo la beca de creación del Fondo del Libro y la Lectura el año 2019. Actualmente forma parte del taller Lorkokran y del colectivo Frank Ocean.
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