Lecturas 2019 (2da parte)
Preguntamos a varios amigos de la escena literaria, qué leyeron este año para recomendar a nuestros lectores, aquí sus respuestas.
Por Equipo Yerba Mala y Claudia Michel
Fernando van de Wyngard
Amigos de Editorial Yerba Mala Cartonera, les escribo esta nota esperando que les sirva en algún sentido, por mí impensado, esta mínima reflexión que hice a partir de su petición de comentar y recomendar algún libro de interés, cosa que verán que me resulta imposible de hacer debido a lo que aquí expongo.
Me pregunté: ¿por
qué ocuparse de realizar este típico ejercicio de fin de año, y a su vez tan
necesario para una cultura obstinada en borrar tan prontamente su producción
escrita que resulta procedente recapitular, remontar el curso de este efecto de
olvido y hacer cuentas –como ustedes lo intentan–? Y luego insistí en una segunda
pregunta: ¿qué méritos tendría de significativa, en esta particular ocasión
(fin del año 2019, tal vez en la tregua de una normalización incómoda), lo que llamamos “nuestra literatura” para hablar de ella,
apenas recién dejando atrás (si es que los hemos dejado) los recientes
episodios político-sociales en los que la borrasca afectiva, más que
propiamente crítica, fue puesta en
vertiginoso movimiento y removiendo con ello la oscura borra de las emociones
largamente depositada en el fondo de nuestras condiciones de subjetividad? Esta
borra, así removida, sigue enturbiando hasta el presente –dicen los que habitan
el espacio hiperdinámico de las redes y
que se dejan habitar por éste– incluso
los canales de mediación que se habrían pretendido más transparentes por ser
menos corpóreos… Espacios de saturación discursiva, donde las palabras son
exigidas a su punto de irrepresentabilidad, para volverse efectivas armas
blancas blandidas en contra de los que hemos aprendido a creer que son los otros y que ya no merecerían recibir
de nosotros la palabra que reúne… o la palabra que despierta y llama.
Dicho esto, uno
se pregunta con toda propiedad por qué no hacer,
mejor, un literario repaso – y
consecuente puesta en valor– de la abundante y a ratos asombrosa producción de
documentos, informes, reportes, análisis, noticias, crónicas, denuncias,
comunicados, proclamas, declaraciones y hasta decretos (inscritos en el inmenso
espectro de superficies, como libros, revistas, diarios, minutas, volantes,
libelos, carteles, muros y espacios digitales), cuyo conjunto, también
convulso, recorta el verdadero acontecimiento de lo real en cuya inesperada
aparición se nos hizo presente
nuestro desacostumbrado presente. No me refiero al conjunto de inhabituales,
crispadas, desesperadas, funestas o eufóricas situaciones objetivas (pues el
acontecimiento, en cambio, es subjetivo por definición; es siempre
intersubjetivo, rasgando algo entre los sujetos y en ellos mismos), que generó, por cierto, un cierto estado
de excepción leído, al menos, de dos maneras distintas y opuestas, y que
fungió de paraguas para los mejores y peores rendimientos humanos; los de
nuestra propia humanidad. Si allí no se encuentra el poder de la literatura y
su capacidad de edificar el espacio alternativo o disyuntivo de la ficción, y
de provocar a sus lectores y de animarlos a transformar su misma vida
–constituyendo una larga aspiración de los signos escritos–… ¿dónde? Pareciera
que el resto literario convencional hubiese quedado traspuesto y en cierto modo
inutilizado en su realidad específica.
Digo esto, pues,
en una demasiado importante proporción, al hablar de lo publicado durante este
año, no podríamos hablar sino de una práctica literaria producida y puesta en circulación antes de la ineludible bisagra que
representan tales episodios (cosa que habría que admitir por fuera de cualquier
consideración apreciativa o valorativa) en relación a la continuidad o
interrupción de ciertos paradigmas incorporados subrepticiamente a nuestros
hábitos –cuya vigencia alcanzó casi la duración de una generación entera–, los que,
si bien parecían no determinar nada al nivel de los contenidos,
indiscutiblemente sí condicionaban
efectivamente buena parte de las relaciones entre ciudadanía y valores
culturales; entre sujetos y discursos; entre empeños y procedimientos; entre
propuestas y su inscripción en el espacio público; etc.
De no ser tan
contundente lo recién acontecido y que además me priva ahora de reflexiones
mayores acerca de lo estrictamente literario, habría pensado antes del final
del mes de octubre que algunas obras de este año que finaliza me resultarían
dignas de destacar, puesto que me interpelaron profundamente a nivel personal y
me interesaron genuinamente a nivel crítico. No resulta peregrino el hecho de
que casi todas pertenezcan a la producción de poesía o en torno a ella. Tampoco
resulta un azar el que hubiera
destacado, como excepción a este panorama estructurado por lo poético, la
notable obra narrativa de Claudia Peña (Los
árboles, Editorial El Cuervo), precisamente porque allí lo poético es
emprendido inesperadamente en los códigos de otro género y cuya abismante
empresa escritural en nada se vincula con compromiso ideológico alguno, que
ciertos lectores predispuestos podrían asociar a su nombre de ciudadana.
Teniendo en
cuenta este recorte del panorama, entre otras obras, habría destacado especialmente
la de Juan Malebrán (Trópico,
publicada por Editorial Aparte, en Arica, Chile, y aún no presentada); la de
Inti Villasante (Trelith, Editorial Nuevos Clásicos, de la que fui su entusiasta coeditor y por tanto no podría
extenderme sobre la misma sin algo de pudor), que, como autor, expande
inmensamente el trabajo poético más allá de la escritura, conjuntamente hacia
la imagen, el sonido, lo audiovisual y la performatividad; y la de Lourdes
Saavedra (Velocidad de la luz,
Editorial 3600, de quien me sorprende su paso desde las ciencias sociales a la
producción poética formal). También, habría destacado el conjunto del trabajo
editorial –de índole independiente, noción tan mal comprendida todavía en
nuestro medio y no pocas veces también mal asumida– del ya mencionado poeta
Inti Villasante (Posthumanos Editores
y luego Droguerías Inti), con lo
referente a su propia obra (Sesión de
sombras 2.0; Solar; y Nostalgia culera o el libro del amor en el
siglo XXI –no estoy seguro del orden cronológico de estas publicaciones ni
de que sean todas las que ha realizado durante este período). Por otra parte,
me llamó demasiado la atención el trabajo editorial de Trilce Chávez, con sus
fanzines y reediciones de autores extranjeros, de cuyo conjunto apenas poseo
una idea general y del todo incompleta. Nótese que de estos últimos es difícil
estar enterados si uno marcha por fuera de ciertos ámbitos efímeros de
circulación y venta, que no es que no sean accesibles sino que apuestan por
otros públicos, bajo otros formatos y otros pactos de comercialización,
intercambio y diálogo.
Sin ser parte de
la literatura nacional, me resultaron sorprendentes, además, algunas otras
aparecidas o conocidas durante este año en nuestro territorio. Por ejemplo, la edición
de la obra ensayística de Antonin Artaud (Mensajes
revolucionarios, recopilación de sus conferencias y textos publicados en su
estadía en México el año 1936), que fue publicada por Sebastián Goyeneche (Nulú Bonsai Editora de arte, Buenos
Aires, Argentina) y traída personalmente por su editor a Cochabamba y La Paz. A
su vez, las obras de Elvira Hernández (Pena
corporal, Fundación Pablo Neruda, Santiago; y Sobre la incomodidad. Apuntes de poesía chilena, Ediciones
Universidad Diego Portales, Santiago, Chile), siendo ella misma tan cercana a varios
poetas locales, que dejaron un halo y un aguijón a los que la escucharon en su
venida a Cochabamba; del mismo modo que lo hicieron las obras de Carlos Cardani
(especialmente Antuco, libro de
poesía fuertemente político y que sigue siendo plenamente poesía, coescrito con
el poeta Carlos Soto, Taller Lorkokran,
Santiago, 2005), poeta, librero, reciente editor y director de los Talleres
Lorkokran, quien vivió durante unos años en Bolivia, quien también estuvo
presente en Cochabamba y La Paz, junto a algunos de los miembros y
escritores-editores de ese mismo taller.
Sin embargo, lo
que confieso que más me habría interesado como fenómeno a relevar en la
actividad editorial (en este caso, también independiente, el en el sentido
antes señalado) de este año, hubiera sido, a la postre, el conjunto de las
pequeñas publicaciones editadas por Andrés Mariño, bajo el sello Esparpajo. En especial, me resultó en
extremo valiosa la recopilación que este poeta y editor ha hecho de una serie
de breves manifiestos artísticos, como el de Winner Zeballos (Dodecálogo de la dodecalogía de la
destrucción y otros textos) y el de Oswaldo Calatayud (Man-Infesto y coprografías), que publicó junto a Diálogos en torno al soma y la unidad
(escrito a dos manos entre Óscar Soria y él mismo; en rigor, el uno “versus” el
otro), puesto que se trata de ediciones que, de pequeñez en pequeñez,
visiblemente forman parte integral de un proyecto artístico y cultural que
trasciende a lo escrito, aunque le reconoce a lo escrito un lugar cardinal que
no se extingue con la velocidad e intensidad de lo performativo (Roturnomio), asumido radicalmente en
otros espacios y en otros momentos con un compromiso sorprendente.
Fernando van de Wyngard
(Santiago de Chile, 1959) Poeta, teórico independiente y editor. Entre sus publicaciones destacan: El valle del murciélago, Lo inminente, El inicio es aún y Dios-Aparte. Ha creado los sellos Equis, Objeto Imaginario y Nonsense. Actualmente, desarrolla seminarios y talleres de formación en diversas áreas de la filosofía del arte y la creación.
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