Las batallas del pan
Antes del crimen
/ la autopsia literaria
Aldo Medinaceli
Afilar el bisturí para una cirugía intestinal, estética o hacia el frío asesinato, es una acción premeditada y –en los mejores casos– con un final ensangrentado. Asimismo, diseccionar las letras que hoy presentamos encuentra, bajo la primera capa de piel, algunas motivaciones secretas y varias escenas sin culpables, ascos ni coartadas; estos relatos se desprenden de un espacio de luces marchitas, cotidiano como sala funeraria abierta día tras día: una burla a la normalidad y su normativa; después, atravesando las fibras musculares, reconocemos líneas escondidas que hacen fluir las escenas del libro, manchas glandulares, canales de fuga transidos por un deseo (tal vez) inexplicable de –auto– destrucción, escenas fermentadas en cada calle, plaza o habitación anónima –elija cualquiera en esta selva parcelada. Luego, durante la autopsia literaria, veríamos superficialmente manchas de indiferencia y extravío, creando el cuadro perfecto para que larvas y anhelos se incuben; así, tras las gruesas capas de grasa/masa, los personajes del libro intentan salir de un sopor citadino que los va llevando al delirio.
Un tono más gris que folklórico, menos festivo que incisivo y rodeado de voces intranquilas busca su final en cada esquina o –en caso de no encontrarlo– lo gesta premeditadamente; como diagnóstico preliminar, el libro diseccionado sería un conjunto heterogéneo de testimonios urbanos, sacados casi por azar de observadores del entorno y de escrutadores de su propia entraña. Luego, el bisturí fácilmente se convierte en navaja cuando ataca frontalmente una sociedad amordazada, en daga a la hora de la defensa o en cuchillo cuando no hay más salida que rebanarse el pescuezo. La vivisección continúa y –quitados los pellejos, barridas las eses, desechadas las histerias– nos topamos con una humanidad latente que pelea por expresarse, con un grito de soledad y con el rechazo de toda promesa fallida: el descreimiento y –en saludable efecto– el total olvido de las poses literarias.
Las frases de estos relatos abren y echan sal a la llaga citadina y sus promesas. Prefiero el infierno caliente a esté mundo frío, o: nunca como ahora sentí este vacío, esta ansiedad, esta soledad, hurga en sus contradicciones, yendo más allá de su aliento a pastillas y alcohol, como en toda urbe o su habitante. Tengo un desgano hijo-de-puta, e intenta encontrar sorpresa en el hecho cotidiano: Johnny está en la cárcel, acusado de asesinato. Terminada la disección, se quita la última máscara de corrosión, allí los huesos guardan un júbilo intacto, júbilo de transitar y narrar estos espacios (mentales, centrales/marginales, o inventados); y ya en el espacio de la ficción, lejos de la víscera más profunda, encontramos potenciales narradores en “pleno proceso criminal”, tanto como a creadores de mundos personales, desde la paciente preparación de la propia mortaja en el relato que abre este libro (mortis causa), pasando por la exploración experimental de una mente fragmentada que escribe sobre el acto de escribir (descascado), alejándose hacia cuevas románticas o la siempre vigente pugna con lo divino (si yo tuviera alas), hasta la flagrante descripción del asesinato a la persona más deseada (muerte a traición), estos relatos destripados podrían resumir –en su sincera desigualdad– el hecho de destruir lo anhelado, el provocador gesto de inconformidad y una lacerante incisión en las nalgas mismas de la sociedad, para rebatirla desde atrás y con las mismas armas que ella les ha inventado.
Aldo Medinaceli / Editorial Yerba Mala Cartonera
///modus operandi: mera escritura
///lugar del crimen: mARTadero, Bolivia
///fecha fatídica: Septiembre 11, dos mil nueve
///léase, difúndase, destrúyase
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