Alborotos de una desastrosa caída: Ave no chão - Pamela Romano

                                                                                                                                 Por: Mary Carmen Molina Ergueta


Pensé en una imagen cuando leía los poemas de Ave no chão. La imagen de un rinoceronte en el zoológico de Buenos Aires, una fotografía de Adolfo Bioy Casares. La enorme bestia está en la esquina de su pequeño espacio, arrinconada, en un estado y una posición parecida al descanso, pero también al hastío. Vemos la sombra de las rejas sobre su cuerpo, que parece que se viera más plomo porque la fotografía es en blanco y negro. Imposible no imaginarse la furia de este animal –ahora agazapada, resignada– en medio de una selva solitaria, su ancho hogar. Sin embargo, la furia aparece convocada en la foto, en el enclaustramiento retratado: el hastío del animal tiene que ver con la ansiedad. Estar en otro lugar, parece decir.


Como esta imagen, los poemas del libro de Pamela hablan de estar en otro lugar, de las cosas desencajadas y orientadas, digamos, hacía un ir yendo que nunca termina: el “proyecto de lo inconcluso”, el “cambio de estado”, “ese marco distorsionado / que no distorsiona / que distorsiona que hace / que aparezcas divagando con tu rostro / cuando aparece fugaz como las cosas que no recordamos cómo / son en su interior”. En el dilatado andar de las cosas hacia su devenir -impreciso porque es el andar en sí, es decir, el hecho corporal de abandonar el espacio como única vía posible de habitarlo- en este dilatado andar, la voz se fascina con la informidad, la contrageometría, la imagen de unas ropas mojadas colgadas con ganchos en cuerdas livianas, pero también la imagen de una bailada que parece una bailada de carnaval, o una larga noche de alboroto, cuando beber vino es ingerir la planta para que la planta sea en uno, demoler la raíz –la propia y la ajena parasitada en la propia– y contemplar un cielo, ese cielo que ve el cuerpo atareado por el honroso oficio de emborracharse.

Este poemario está colmado de una fascinación por el extravío, no como estado, sino en sus maneras dilatadas, extendidas, de apreciar las cosas, de mirarlas amorosamente proyectadas hacia el vacío, hacia la incontrolable cantidad de vacíos que las rodean. Ser es cuestión de pararse, digamos, ante un precipicio y aventarse al proceso de caer, de escribir sobre un vuelo sin atender las pausas, la estabilidad, el punto A y el punto B latentes pero no habitados, imaginados y depositados en una bolsa negra: “irse es un encuentro –hacía lo que no se sabe / sabiendo que has llegado absolutamente tarde”. Pero el libro nos habla sobre una caída, o sobre una disgregada secuencia de caídas impulsadas por una fe que celebra el fracaso de lo que es incompleto. Por eso me parece que leer este libro tiene que ver con imitar las caídas, o al menos encontrar los huecos donde cabrían unas caídas más o menos personales, más o menos replicadas. Éste es un libro descompaginado, reunido por un desorden parecido al de las manchas o los pedazos, o los granos de arroz contabilizables en un plato. “Soy a retazos repetida como el pasto”, podríamos repetir a coro con la voz. Ella se juega por el desvarío, por una voluntad de conmoverse ante el más ínfimo y el más tremendo movimiento del universo: allí se encuentran un perro mojado con la observación del sol, actos desamparados en un universo desamparado.

Escribir este desvarío adquiere un movimiento frenético. Tengo la impresión de leer a alguien que corre festejando la persecución de una enorme bestia, que va a matar. Esta agitación de la voz aparece en un poema titulado “el banquete”, donde el cazador le entrega a su presa en igual intensidad que lo que le quita: la caza es una graduación de reciprocidad, donde se pierde y se gana, donde matar es un amoroso acto de acompañamiento. El ritmo de la persecución es registrado y las cosas se miran desde esta fe: la intermitencia, lo entrecortado, son formas vivas, muy libres, que se escuchan a veces como si se tratara de la superposición de diferentes registros de la misma voz, otras veces como la voz y su eco, desigual, irónico. Esto no se ofrece como una alternativa: el registro es un residuo de la mirada, en la que no se puede confiar, una imagen o una serie de imágenes que contienen, que son lo opaco. Pequeñas y raudas apariciones que, dice el poema “112”, “pese a todo persisten y laten / como si apretaran y sostuvieran algo / quizás un corazón”. No sabemos, no nos acordamos el interior de las cosas y su imagen nos sostiene en el deseo, no en su fin. Estar proyectado a otro lugar, estar diferido en la imagen, no habitar el lugar porque se habita la imagen.

“Nada de la visión es cierto”, dice, y por eso atender el desacierto con palabras es un camino de tropiezos, nudos, astillas. Escribir es reescribir, pero con los dedos desencajados, o con la ceguera que da la afrenta al sol, o sobre una mesa que vulnera y astilla las manos, o con el humo borroneando y difuminando los contornos, la soledad específica –pretendida– de cada cosa. El lenguaje aparece vulnerado, lastimado, incendiado, plagado de huecos por donde la materia de las cosas fluye. Mirar es aceptar que lo que sostiene no puede ser visto. Por eso la ansiedad de la persecución imaginada o intervenida es la tonalidad de estas palabras, que saben que lo que les ha sido dado no puede ser descifrable o transferible. Por eso, en los poemas de este libro, la forma en la que las palabras están dispuestas, su contigüidad, su distancia y su velocidad, toda esta configuración se sostiene en lo que no se ve, es decir, en cosas, en palabras que no son dichas o que no se pueden escuchar, en registros que no se hicieron. Se debieran hacer, sugiere la voz en al menos dos momentos: la foto que debiera ser la única, el grito verdadero que no se escribe nunca y es lo que debe escribirse. Creo que ambas imágenes se articulan por la idea de la celebración de la extinción, que es constante en casi todos los poemas, y que es algo parecido al rastro de la ansiedad, o hacia donde se proyecta esta ansiedad, digamos, productiva, paradójicamente fértil. Las cosas extinguen o van extinguiendo su estado, con frenesí, con el cuerpo siendo cuerpo, viviéndose como si fuera propio. No lo es, o su propiedad no es transferible a nosotros. A préstamo, el cuerpo a través de la escritura reconoce su amparo y su desamparo, se abandona a su desastre, a su hermoso caos.


El rinoceronte, como el lenguaje en los poemas de Ave no chão, está en otro lugar. La ansiedad sostiene su movilidad, siempre diferida.



el cuerpo es una proyección una fibra latente
cuyo segmento menor
es al segmento mayor lo que el segmento mayor es a la totalidad
es decir tu mano es a tu brazo lo que tu brazo es a tu cuerpo
dicho con claridad
no?

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