Nos Vemos en el k’ullku vida mía: Relatos de la Llarqay Plazuela Osorio



Escribir es dejar huella, pero a veces el lado B de la historia aquella que suele ser escrita con minúscula[1], ha sido subvalorada, solo basta ver a los “don palabras” que hacen  palpitar la vida cotidiana en los relatos vecinales, o solamente dedicarnos a caminar por las plazuelas, mercados y los parques que se alargan al sentir las risas de los niños o la euforia adolescente que se reúne a jugar un partidito de fútbol. Quién no ha escuchado de la cholita condenada que asusta borrachos que sucumben ante su seducción o compartido el gusto de los comensales que disfrutan  las rangas sillicas y calditos mañaneros en la Llarqay Plazuela Osorio y aunque Cochabamba arquitectónicamente no es una ciudad “ni chola ni señorita”, compartimos un espacio, un pedazo de mundo, una memoria histórica.
Cuando empezamos a asistir a los talleres del CONART, el colectivo artístico de Basurama nos retó a pensar la intervención urbana desde la convivencia con el otro, pasaron dos días y varios de los proyectos presentados al mArtadero fueron sufriendo una especie de metamorfosis. Una de las ideas que parecía el hilo conductor del equipo era el “hacer visible lo invisible”, no solo demostrar un arte decorativo y vacio de sentidos. En este proceso siguiendo la lógica de las localizaciones de Herbert Mazurek, se trazó un mapa mental que no sirvió de mucho, entonces decidimos dejar llevarnos por los t’inkasos, y caminamos por todo el barrio hasta detenernos en un lugar con poder magnético que nos transportaba a otra época, a otras experiencias y el poder observar esos hilos invisibles que animan la voluntad del mundo vecinal, ese lugar era: el k’ullku.[2]
Varios días después nos enteramos que el nombre del pasaje Tarapaca alias el k’ullku estaba relacionado con la obra de teatro que Adolfo Mier Rivas escribió en honor a este pasaje “Nos vemos en el k’ullku a las cinco vida mía”, entonces con  un k’allu y refresco de canela escuchamos historias de cholitas condenadas, los oficios que dominaban el barrio como lugar de los zapateros, carniceros, al son del charanguito de Alfredo Coca, el encontrarnos con el nieto de la legendaria silpanchera del pasaje Tarapaca, fuimos colgando cada uno de los relatos transcritos en la máquina de escribir en un tendedero, buscando el efecto de compartir los “trapitos al sol” de la colectividad.

Cada día fuimos sumando esfuerzos y relatos, algunos de habitantes que vivieron cuarenta años en el barrio, otros que aun recuerdan las carreras de toros  los boxeadores, también escuchamos a los sibaritas que insistían en que se entreviste a la propietaria del Melgarejo I, otros en cambio hablaban con devoción de las “dos gordas” y el sazón de su bistec que luego se transformó en el tradicional silpancho, también estaban los narradores que alguna vez amanecieron en la chichería de “el Tabladito”.

Entre el goce de los borrachos solares como diría Ramón Rocha Monroy, o los artistas nacionales e internacionales que actuaban en el Cine Teatro Opera la década de los sesenta y que venían al k’ullku a degustar su buen silpancho después de las actuaciones, hasta Libertad La Marque o el Compadre Palenque fueron degustadores del silpancho. 

Los relatos mencionados fueron transcritos respetando la oralidad y el énfasis que imprimían los vecinos al recordar el pasado, como una fotografía fidedigna de sus vidas. Este libro comprende trece relatos, cuya cifra impar no es casualidad ya que no alcanzamos a realizar la última entrevista dedicada a Casimiro Vargas ya que falleció en el proceso, continuamente se evoca su presencia y este libro también busca rendir homenaje a este ilustre vecino que impulsó el deporte cochabambino con la Escuela de Básquet Bolivia y a la vez impulsó a los jóvenes para que cuiden la Plazuela Osorio y cuiden este espacio.

Gracias a todos los vecinos, las constantes gestiones del mArtadero, la Oficialia Superior de Cultura y todos los presuntos implicados el hilo conductor del tendedero de historias se fue alargando y pretende seguirse expandiendo en el imaginario del lector de este libro cartonero.



[1] La microhistoria de Ferdinard Braudel concibe el mundo social no como una estructura social de escala global, busca reconocer el conjunto complejo de relaciones cambiantes dentro de contextos múltiples en permanente readaptación, explora las racionalidades y las estrategias que ponen en marcha las comunidades, las parentelas, las familias, los individuos, dado que estima que la observación microscópica es capaz de revelar dimensiones no perceptibles
[2] K’ullku: estrecho, pasaje

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