Ponencia sobre Cucurto

Este fin de mes tendremos la presencia de uno de los autores latinoamericanos consagrados y a quién la crítica todavía no lo puede aprehender por completo. Se trata de Washington Cucurto. Estará presentando su último libro, Un amor cumbiantero, en la Alcaldía de El Alto y estará a cargo de la editorial Yerba Mala Cartonera. Cucu, como suelen llamarlo, al igual que un César Aira empezó publicando en editoriales cartoneras. Su última novela, El Curandero del amor, fue editada a finales del año pasado por Emecé y nuevas obras suyas están patrocinadas por nombres como Planeta, Interzona y otras no menos importantes.

Publicamos la ponencia que se leerá sobre Cucurto:

Para descargarla presionen aquí:


Análisis de un malentendido


Examinando la recepción crítica de El curandero del amor, la reciente novela de Washington Cucurto editada por Emecé (Planeta), Claudio Iglesias y Damián Selci descubren la fatiga de los mecanismos de la crítica literaria nacional. El miedo como fundamento y el error como resultado. Un personaje central: el intelectual-trasto.

Por Damián Selci y Claudio Iglesias

1.

Es curioso que un escritor como Washington Cucurto (Santiago Vega) sea consagrado con la doble medalla de, por un lado, un catálogo multinacional y una edición de decenas de miles de ejemplares para su última novela y, por otro, el cargo honorario de “escritor maldito” de la Argentina actual, asentado en la contratapa. El equívoco inherente a esta doble realidad que se ofrece, sin embargo, como natural y legítima no encuentra sus fuentes en un casual error de mirada ni merece ser tratado desde las añejas categorías de la prensa musical estadounidense (lo mainstream, lo under, lo indie); muy por el contrario, esta “doble naturaleza” de la producción cucurtiana, prohibida y a la vez hipercomercializada, debe ser considerada en el terreno que le corresponde por derecho: la literatura argentina, su profusa fantasmagoría conceptual y su espesa burocracia institucional y administrativa, profesional y universitaria (escritores, editores, críticos, docentes, investigadores, becarios, periodistas, etc.). Sólo en relación con este campo laboral tiene sentido la locución “maldito”, que se revela muy impropia, por ejemplo, para pensar a Cucurto como mero emergente textual de la cultura cumbiantera. Como escritor-testigo del modo de vida de los inmigrantes peruanos Cucurto no ocupa el lugar verlaineano de la maldición, sino el más canónico de fundador. Cucurto sólo es maldito desde y para los intelectuales; adosarle ese mote es inscribirlo en un determinado campo de vectores, orientarlo hacia el ámbito profesional frente al cual su mensaje alcanza verdadero sentido: los profesores de letras y sus dolorosas polémicas. Desde este punto de vista, y aunque él mismo quizás no se haya percatado, Cucurto es principalmente (como trataremos de demostrar) un crítico literario escribiendo literatura: su referente más nítido no es ni de lejos Roberto Arlt, sino más cercanamente Silvia Molloy, cuyas inagotables novelas tratan sobre la deconstrucción, el devenir-menor, la circulación del poder y otros temas de esta suerte. La elocuencia con la cual Cucurto construye un mensaje y lo dirige a sus colegas no necesita ser críticamente establecida: alcanza con leer las primeras páginas de la novela para comprobarlo. El problema es ver qué dice efectivamente Cucurto, siendo evidente ya a quién le habla. Atendiendo al tipo de diálogo que la crítica literaria tal como la conocemos entabló con El curandero del amor, se hacen visibles, en sus manifestaciones polémicas más concretas, sus propios límites de agotamiento.

2.
¿Lo de Cucurto es “verdadera literatura”? ¿Habla en serio o se trata de un gran ironista? ¿Se vendió al pasar a una editorial de llegada masiva? Tal fue, en general, el calibre de las preguntas que ha suscitado la publicación de El curandero del amor en buena cantidad de blogs. En el mejor de los casos, a Cucurto se lo celebró o se lo impugnó –porque, sabemos, siempre es una obligación “debatir”–; en el peor, se cuchicheó sobre estrategias de marketing y otras yerbas; siempre se estuvo lejos de prestar un poco de atención a lo que estaba sucediendo. Porque lo más obvio en Cucurto es el esfuerzo, la insistencia y el tesón con que nos manifiesta que no quiere hacer literatura. Esto se observa no sólo en sus declaraciones a la prensa, sino también en los detalles mínimos de la prosa, que combina palabras supuestamente “molestas” con una sintaxis descuidada hasta el pavor. Frente a esta realidad, la crítica no vaciló en calificar a Cucurto de posmoderno. Sin embargo, es obvio que Cucurto no tiene nada de posmoderno, incluso lo contrario es cierto: él es un modernista en el sentido más lato del término, por la simple razón de que piensa la literatura en el marco de la oposición insalvable entre alta cultura y cultura de masas. Un posmoderno se propondría la mezcla de registros, el trabajo con géneros discursivos, la interacción entre códigos informativos populares y recursos de alta escuela, etc., y no es precisamente esto lo que encontramos en El curandero... Cucurto acepta y promueve la “Gran División” (el término es de Andreas Huyssen), vinculada habitualmente con el modernismo, entre alta cultura y cultura de masas; acepta, como Kafka, Woolf y Proust, que no existe ni es deseable una síntesis entre la gran literatura y la dimensión trivial, amorfa e ideológica de la comunicación social. Lo que lo diferencia de un modernista es el hecho de que elige a esta última, es decir, elige lo bajo, lo que no habría que elegir: elige lo impreferible. Si Cucurto se obstinó en dejar en claro que no le interesa ninguna forma de contacto entre highbrow y lowbrow, sino su extrema oposición militante (manifiesta en el encono con Borges, en el marcado desprecio de la labor intelectual, etc.) y fue, así y todo, bautizado “posmoderno” por la tan elocuente figura de Beatriz Sarlo (en un texto publicado en Punto de Vista nº 86 que destila un malestar por demás muy significativo, reproducido parcialmente en el blog del mismo Cucurto), lo que debemos preguntarnos es qué tipo de diálogo se produce en el nivel del malentendido entre un escritor contemporáneo y un remanente de la crítica nacional que, aunque ya descastada, todavía es capaz de representarla en su dimensión más defectuosa. Deberíamos preguntarnos, en el fondo, por qué no sirve entender mal la obra de Cucurto, por un lado, y ser incapaz de superarla conceptualmente, por otro: será obvio, si extremamos esta pregunta, que la producción novelística de Cucurto sólo podía ser malentendida y que este era su sentido específico y excluyente. El aporte capital de Cucurto a la escena literaria actual es que torna obligatoria una pregunta por demás urgente: por qué no sirve la crítica literaria nacional, por qué es tan incapaz, o si es que quizás no existe como tal una crítica literaria merecedora de ese nombre. Si Cucurto disfruta más de la lectura de Jaime Bayly que de la de Sarlo, es simplemente porque el periodista-escritor-conductor televisivo peruano sabe hacer su trabajo, mientras la otrora representante filológica del peronismo lo hace mal, como tantos de sus colegas.

3.
Es necesario perder todo rigor metodológico para llamar “posmoderno” a Cucurto, a quien hay que reconocerle, más bien, la originalidad retrógrada de volver a polarizar el sistema conceptual de la literatura, dejándolo tal como estaba en los primeros años de Victor Hugo; porque, en verdad, el único debate que sostiene El curandero..., si nos atenemos a su estricta configuración formal, es el debate con el neoclasicismo. ¿Es esto lo que lo hace “maldito”? ¿Es actual y provocativo discutir la utilización de figuras del folclore popular, un léxico amplio y callejero, etc.? Claramente, es un debate del siglo XIX, y sólo es viable en relación con el sistema literario de entonces. De hecho, donde Cucurto se revela como un tradicionalista auténtico es en su paleta de recursos, romántica de punta a punta, arragaida y satisfecha en un contexto discursivo bien nacional y popular (más que el Roberto Arlt, es el Frédéric Chopin del siglo XXI). El enfrentamiento monomaníaco que sostiene con Borges no tendría ningún sentido si sólo mediara una vocación estilística localista, más digna de ser discutida con Bernardino Rivadavia. Tampoco parece haber motivos histórico-literarios visibles: Cucurto no “rompe” con Borges en el sentido en que Borges rompió con Lugones y este había roto con los escritores de 1880. No se trata de una ficción generacional de este orden, sino de una dicotomía más visceral, una divisoria de aguas que reescribe completamente los términos opuestos: “Borges” y “Cucurto” aúnan un dilema de consumidor (comprar canónico/comprar contemporáneo) con una discusión crítica estrictamente delimitada. Frente a esta antinomia, lo importante no es perder el tiempo pidiéndole a Cucurto que sea lo que no es, sino comprender que él ha llevado las cosas a un punto en que Borges se convierte de nuevo en una alternativa posible y deseable. Y esto es lo que Sarlo y toda su progenie difícilmente acepten de buen grado, precisamente porque el proyecto literario de Cucurto surge allí donde habían apostado, a lo largo de cuarenta años, los críticos de la izquierda histórica, y surge sólo para mostrar su faceta inaceptable, premoderna y políticamente improductiva: la gran Latinoamérica ya no pide reforma agraria, sino charqui, licor de maíz y sexo sin preservativo. A lo largo de numerosas páginas dedicadas a la sorna de la militancia y la intelectualidad, Cucurto exhibe el error instintivo de la crítica nacional, revelando que el populismo no puede constituir ningún proyecto político. Un solo mito sintetiza la obra de Cucurto, y es el del Golem. Su “maldición” debe ser tomada literalmente: si un periodista lo llamó “profecía autocumplida”, esto debe entenderse de acuerdo con el cine de Richard Donner (The Omen) y no en términos económicos. El Pueblo que vuelve con Cucurto no es el de la Primavera Camporista, sino su más nítido espectro, es el Hombre Nuevo al regreso del cementerio de animales. Llamar “posmoderno” a Cucurto es apenas un intento de mistificación.

4.
Se nos propone la disyuntiva: Borges o Cucurto. En ella, Borges no remite primariamente al canon estético del liberalismo, ni siquiera a la alta cultura literaria nacional, sino que comienza a representar integralmente el pasado literario universal (incluida su proyección política). A la ya existente discusión sobre Borges, Cucurto y sus contertulios la convierten en una no-discusión, una disputa entre imágenes de marca que esconden idiosincrasias, deseos y resquemores más primarios. Porque ya no se trata de la crítica literaria ni de su historia, sino de sus raíces atávicas devenidas opción de mercado; el plausible debate que pueda establecerse, por ejemplo, entre los proyectos críticos que surgen al calor de los años ’80 del siglo pasado, movidos por un internacionalismo sesgado, de tono neoyorkino, y por la recepción ansiosa de “nuevas tendencias” (deconstruccionismo, etc.), cuya celebración de la “textualidad-Borges” es entusiasta y pronto monocorde, por un lado, y los anteriores resquemores “contornistas” frente a un escritor que no permitía articular un proyecto político desde la pura impostación de su subjetividad (a diferencia de Arlt, de Walsh, etc.); no se trata de este debate, decimos, sino de su proyección descontrolada y psicótica. La emergencia de la voz de Cucurto es posible sólo en un contexto de propaganda y slogan, que no es el del mercado de libros sino el de la misma (supuestamente independiente) crítica literaria nacional, que entiende su oficio como la pura producción de verborragia autónoma de cualquier contexto, de cualquier fin, de cualquier programa y, sobre todo, desentendida totalmente de la calidad de pensamiento. Las problemáticas puntuales son suplantadas por una omniabarcadora monomanía querulante, que desprecia los argumentos y los problemas o los instrumentaliza en función de su puro goce virulento, convirtiendo las ideas en banderines temáticos que sólo merecen instantánea aprobación o desdén: “posmoderno”, “narcisista textual”, “realista ingenuo”, etc. han dejado hace tiempo de ser categorías críticas para convertirse en autitos chocadores del fervor polémico. El sentido que adquieren esos términos de repugnancia, en la boca de nuestras principales plumas, es el de despertar frustraciones textuales y sociales que han durado décadas: el espacio del debate devino en espacio del síntoma.

5.
En la medida en que no hay lugar para producir pensamiento en detrimento de los tópicos corrientes (y el crítico argentino considera al tópico que le resulta propio como su fuente de trabajo), sólo es posible la dicotomía. No hay diálogo posible, sólo hay debate. Si en la biblioteca de un lector perspicaz Cucurto y Borges pueden convivir, es porque lo que los hace irreconciliables no es el estilo, sino algo más vinculado con el significado de la profesión intelectual tal y como ha venido acumulándose a lo largo de generaciones de intelectuales y docentes. Donde Borges y Cucurto verdaderamente no pueden convivir es en el inconciente colectivo de los críticos. ¡Escándalo! El antaño tan mentado “compromiso social” aparece en El curandero del amor como una aglutinación sexual-etílica con las masas, plagada de burlas al marxismo, la militancia intelectual y la lucha política. Cucurto, más que una obra literaria, proporciona una cachetada al fervor populista que no deja de inocular en el campo intelectual argentino. Él podría decir: “¿querían algo verdaderamente nacional y popular? Pues aquí tienen”.

6.
Washington Cucurto se instituye así como el mejor y más valeroso lector de Borges, porque es capaz de desarrollar un proyecto que va radicalmente en la línea contraria. Es en este preciso sentido que debe ser tomado, como dijimos al principio, por “un crítico literario que escribe”: se necesita conocer o intuir muy bien los anhelos de una larga tradición intelectual más o menos antiborgiana de críticos, profesores y escritores para poder encarnar su negativo o su consecuencia “maldita”. Sobre todo, se necesita vislumbrar con claridad la imposibilidad de una literatura que sea nacional y popular y que tenga al mismo tiempo alguna importancia; pero ocurre que precisamente ése es el objeto de deseo de la crítica literaria nacional. Por ello, la profecía autocumplida que encarna Cucurto es la profecía autocumplida de esa crítica; frente al sorpresivo (aunque predestinado) golpe de este boomerang, ella no puede sino retroceder con horror, lo que equivale a decir que retrocede ante sí misma, ante su resultado objetivo o su realidad. Es difícil encontrar otra obra donde las obsesiones de la crítica literaria tengan tanto peso, en donde cada frase del texto y cada momento de la prosa esté subordinado a lo que desea o teme el Otro-Crítico. El curandero del amor está encerrado en la Facultad de Filosofía y Letras: esto se ve hasta en el personaje femenino de la novela, una paradigmática militante de la FUBA que reparte volantes, lanza consignas troskistas y apoya sin vacilaciones al chavismo. Es difícil, decíamos, dar con otra obra que encuentre su única razón de ser en la fatiga y la extenuación de la agenda del mundillo académico –pero la hay: El común olvido, de Sylvia Molloy, es una novela poblada de alusiones vergonzosamente directas al campo semántico del posestructuralismo; los personajes casi no se cuidan de interpretar lo que les sucede en relación con el fragmento, la ausencia de centro y la homosexualidad como práctica desnormalizadora (Benjamin, Derrida y Foucault, respectivamente). El parentesco de El común olvido con El curandero del amor se evidencia claramente, trascendiendo la disimilitud de los memoranda críticos que en cada caso acopian: se trata de novelas-dependientes, atadas a un programa académico previo. Sylvia Molloy (y no Arlt, y no Lamborghini, y no Fogwill) es la mejor referencia para comprender a Cucurto, mal que le pese a sus fanáticos. Lo que los distingue es a su vez muy simple: mientras Molloy celebra el aparataje crítico del deconstruccionismo, Cucurto desnuda la inutilidad cabal de la intelectualidad “politizada”.

7.
Quizás estemos ante un acontecimiento. Washington Cucurto ha venido a dividir aguas, no entre sus partidarios y sus detractores, sino entre la literatura universal y el cotorreo nacionalista de todos los días. Y es esta división lo que la crítica literaria nacional, por su propia constitución, no puede pensar. Una vez descartadas las injurias-reflejo, se queda sin escudo, a la zaga de los hechos, y su retraso estructural con respecto a la situación histórica queda por fin manifiesto. Mientras tanto, Cucurto, probablemente contra su propósito conciente, otorga a la coyuntura una legibilidad que lo supera; hasta se podría decir que detrás de él actúa la astucia de la literatura universal, que entra en el sistema literario con la máscara de su opuesto. Necesitamos una crítica capaz de afrontar y comprender el alcance de este juicio infinito: Borges es Cucurto; y capaz de extraer su energía de allí. Washington Cucurto representa una oportunidad única, y no deberíamos dejarla pasar.
La imagen fue tomada de una entrevista en:

Comentarios

Entradas populares